¿Por qué los artistas han tomado tan a menudo como tema de sus dibujos y sus pinturas, y más recientemente de sus fotografías, a una mujer leyendo? Y ¿qué otras cuestiones se derivan de este hecho? ¿Cabe llegar a la conclusión de que las mujeres que leen, las mujeres que leemos, son o somos peligrosas, y de un modo especial, y más que las otras?
Stefan Bollman ha explorado la presencia de mujeres y de niñas lectoras en el arte occidental, desde la Edad Media hasta nuestros días, y nos ofrece una amplia serie de imágenes, acompañadas de comentarios, que empiezan con La Anunciación de Simone Martín (en que María, sorprendida por el ángel en plena lectura, es, nos dice, una femme d'esprit, y no la inocente ingenua que los teólogos tenían por costumbre ver en ella) y termina con la famosa fotografía de Eve Arnold Marilyn leyendo "Ulises" (aducida a menudo como prueba de las inquietudes intelectuales de la actriz, y de a mí, cada vez que la miro, me hace ponerlas más en duda).
Se trata de una selección de imágenes muy interesante y atractiva, pero no nos encontramos, aunque sea hermoso, ante un libro objeto, ni ante un libro de arte, porque la intención del autor ha sido muy otra. Por algo no han elegido como título "mujeres lectoras", sino "las mujeres que leen son peligrosas", título que no se presta a equívocos y muestra a las claras la intención de la obra, y que yo, un poco como juego, un poco haciendo el papel de abogado del diablo, pongo entre interrogantes, como pongo entre interrogantes las cuestiones múltiples que se plantean, que nos plantea este libro en torno al tema.
¿Son realmente las mujeres que leen peligrosas? ¿Lo fueron en otros tiempos, siguen siéndolo hasta hoy? ¿Cuál ha sido la reacción de los varones ante esto? ¿Ha contribuido la lectura a la emancipación de la mujer, ha sido un arma eficaz en nuestras reivindicaciones feministas? ¿Leemos nosotras de un modo distinto, establecemos otro tipo de relación con el libro? Y ¿por qué leen actualmente mucho más las mujeres que los hombres? ¿Por qué es en el campo de la escritura donde ocupó primero un lugar la mujer y donde sigue jugando un papel destacado? Todas estas cuestiones, todos estos interrogantes, brotan del libro que tenemos entre las manos.
Sin duda es reconfortante que, entre tantas vírgenes ingenuas, Marini nos muestre a María con un libro en la mano y tal vez molesta incluso porque el ángel ha venido a interrumpir su lectura, y que entre tantísimas imágenes en que las mujeres se entregan a las labores hogareñas, o cuidan de los niños, o aparecen con flores, abanicos, perritos de lujo o instrumentos musicales -mientras a los hombres los vemos ganando batallas, participando en importantes acontecimientos políticos, sociales, culturales, experimentando en laboratorios, recluidos en lugares de estudio o de trabajo-, haya algunas en que aparecen leyendo, aunque hay que reconocer que también es un tema frecuente en el arte occidental el hombre lector y sobre todo el hombre con un libro en la mano.
Pero volvemos al tema principal: ¿son peligrosas las mujeres que leen? Uno de los argumentos a favor de esta tesis es la frecuencia con que los hombres, a lo largo de siglos, la han suscrito y ha actuado en consecuencia. (Cabe pensar, entre paréntesis, que si para ellos es peligroso, para nosotras ha de ser en algún modo positivo). Los hombres no se equivocan al respecto, y van a coaccionar y vigilar a las mujeres para que lean lo menos posible y para que sólo lean lo que ellos eligen para ellas. Durante siglos se dificultó, pues, el acceso de la mujer a la lectura y se le prohibieron determinados libros. En 1523, el humanista español Juan Luis Vives aconsejaba a los padres y maridos que no permitieran a sus hijas y esposas leer libremente. "Las mujeres no deben seguir su propio juicio", escribe, "dado que tienen tan poco." Y habrá que llegar a la Inglaterra victoriana para que sean las madres las que elijan las lecturas de sus hijas.
Durante siglos han sido muchos los hombres a los cuales las mujeres que leen les han parecido sospechosas, tal vez porque la lectura podía minar en ellas una de las cualidades que, abiertamente o en secreto, a veces sin ni confesárselo a sí mismos, más valoran: la sumisión. Todavía cuando yo era niña - en la España de los años 40-, no mi madre, que era una gran lectora, pero sí alguna de sus amigas, me advertían, escandalizadas al verme a todas horas con un libro en las manos, que debía reprimir esta afición, nefasta en una mujer, ya que el exceso de lecturas, como el exceso de saber, me llevaría a tener de mayor problemas con los hombres. Y no me atrevería a jurar que no llevaran parte de razón. Pero creo que la situación ha variado en estos últimos cincuenta años, en que la lectura se ha generalizado y ha perdido poder, y entendí perfectamente que al preguntarle a un amigo, con motivo de este libro, si creía él que las mujeres que leían eran peligrosas, me respondiera; "A mí me dan más miedo las que no leen".
Es indudable que el acceso a la lectura, que es la principal puerta de ingreso al mundo de la cultura, supuso un gran avance para la mujer, como para cualquier colectivo étnico o social en posición de desventaja y de dependencia. Le dio mayor confianza en su propio valer, la hizo más autónoma, la ayudó a pensar por sí misma, le abrió nuevos horizontes. "No existe mejor fragata que un libro para llevarnos a tierras lejanas", dice Emily Dickinson. Cierto, pero más cierto para aquellos que, como generalmente las mujeres, no poseen fragata alguna ni disponen de la más remoto posibilidad de llegar a tierras lejanas. Porque los libros -nos estamos refiriendo todo el tiempo, claro está a la literatura de ficción- permiten vivir a nivel imaginario lo que no vivimos en la realidad, y pueden convertirse - para bien y para mal, para bien pero también para mal- en un sucedáneo de la realidad. La escritora francesa Laure Adler, especialista en la historia de las mujeres y del feminismo en los dos últimos siglos nos dice en sus comentarios a la obra que tenemos entre las manos: El libro puede llegar a ser más importante que la vida. El libro enseña a las mujeres que la verdadera vida no es aquella que les hacen vivir. La verdadera vida está fuera, en ese espacio imaginario que media entre las palabras que leen y el efecto que éstas producen. La lectora se identifica totalmente con los personajes de ficción..." Sería terrible sospechar que en muchos ámbitos los hombres viven; las mujeres leen. Pero el modo en que Adler termina su reflexión aleja este temor: ...y no se resignan a cerrar el libro sin que algo haya cambiado en su propia vida. El libro se convierte en iniciación." Sin embargo, si esto es válido para muchas lecturas, ¿qué imagen dan de la realidad gran parte de las novelas -convencionales y románticas- que leen las mujeres, y a través de las cuales, y más adelante del cine y la televisión, se forma su visión del amor, del hombre ideal, de la pareja? ¿Una muchachita lectora de novelitas rosa y voraz seguidora de seriales televisivos de sobremesa está mejor preparada para afrontar la relación a dos que una campesina analfabeta del siglo XIX? Habrá que suponer que sí. Pero no hay duda de que las mujeres que leen son más o menos peligrosas para los hombres, más o menos peligrosas para sí mismas, según el tipo de literatura que consumen.
Laure Adler sostiene que existe un nexo especial entre la mujer y el libro. "Los libros", escribe, "no son para las mujeres un objeto como otro cualquiera. Desde los albores del cristianismo hasta hoy circula entre ellos y nosotras una corriente cálida, una afinidad secreta, una relación extraña y singular, entretejida de prohibiciones, de aprobaciones de reincorporaciones." Y vemos efectivamente en varias de las imágenes - como Interior de muchacha leyendo, de Peter Ilsted, Muchacha leyendo, de Jean-Jacques Henner, Retrato de Katie Lewis, de Edward Burne-Jones, y sobre todo la conmovedora Joven leyendo, de Franz Eybl-, a mujeres profundamente enfrascadas en la lectura. ¿Más de lo que puedan estarlo los hombres? Seguramente, no. Y dada la importancia enorme que tienen los libros para muchos varones, el papel que juegan en su vida - también con frecuencia iniciático-, y la relación singular y especialísima que mantienen con ellos, me cuesta imaginar en qué radica la diferencia respecto a nosotras las mujeres. Pero que yo no sea capaz de imaginarla, no prueba en absoluto que no exista.
Hay además un hecho indiscutible: según los datos de las estadísticas, en la actualidad el ochenta por ciento de los lectores son mujeres. Y en pocos campos de las actividades humanas ha ganado la mujer tanto terreno como en la escritura. Estudios realizados en las escuelas muestran que los niños dan menos valor a la lectura, se mueven más, escuchan menos. Creo que lo fundamental es esto: escuchan menos. Los varones se interesan menos por las historias de los otros. Nosotras sentimos una curiosidad insaciable por los otros, que puede desembocar en chismorreos de patio de vecinos o en grandes obras literarias, y a veces en ambas cosas a la vez. Desde Sherezade hasta nuestras abuelas y nuestras madres, las mujeres han almacenado historias, han sido geniales narradoras de historias.
Tal vez sí exista, pues, una actitud especial de las mujeres ante la lectura, tal vez sí haya desempeñado en nuestras vidas un papel singular y distinto, y nos haya ayudado a adquirir otra visión del mundo y nos haya hecho en otras épocas más peligrosas. En cualquier caso, merece la pena leer este libro, examinar las imágenes, y plantearse las múltiples cuestiones que plantea.
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