Carlos Bonfil
La 14 edición del Festival Internacional de Cine de Morelia ha tenido este año una de sus propuestas más completas y estimulantes. Ha terminado por posicionarse en el país, toda proporción guardada, como el equivalente local de ese "festival de festivales" que en Canadá representa el Festival de Toronto: un encuentro que, en parte por las fechas en que se realiza y también por el profesionalismo de sus programadores, consigue reunir lo más destacado de las propuestas de los festivales más prestigiados.
El acento puesto sobre las propuestas del cine de autor (Bruno Dumont, Luc y Jean Pierre Dardenne, Ken Loach, Xavier Dolan, Cristian Mungiu, entre otros) no impide aquí disfrutar atractivas cintas para gran público como Sully, de Clint Eastwood, o La La Land, de Damien Chazelle. Las salas registran llenos totales para esas dos opciones. Intentar reseñar en este espacio esa gran variedad de creaciones novedosas no sólo es imposible, sino además ocioso, debido a que muchas cuentan ya con un distribuidor para su estreno relativamente cercano, o bien formarán parte de la Muestra Internacional de Cine que inicia el mes próximo. Cabe adelantar solamente que Morelia pone cada año al alcance del cinéfilo mexicano una formidable selección del cine de calidad europeo, asiático y norteamericano, en ficción y documental, sin descuidar en absoluto la plataforma nacional que aquí encuentra su espacio de proyección más comprometido y consecuente.
Los festivales de cine, se ha repetido con frecuencia, son también los barómetros ideales para apreciar y calibrar las tendencias, limitaciones y alcances de la producción fílmica nacional. En algunos años, el documental muestra un vigor envidiable con respecto a la producción de películas de ficción; en otras ocasiones, sucede justamente lo contrario; algo similar pasa con el cortometraje (interés y vocación primera de este festival) y también con el cine de animación. Pero lo que sorprende siempre es la confluencia de temáticas e intereses en las obras seleccionadas. Cada año arroja algún tipo de constatación interesante, o perturbadora, sobre lo que más interesa a los jóvenes realizadores mexicanos o sobre la originalidad de sus recursos estilísticos.
El lector recordará la fortuna que tuvieron en ediciones recientes películas con una temática social centrada en la la brutalidad del crimen organizado, la corrupción política o la violencia de género, desde Heli, de Amat Escalante, hasta Las elegidas, de David Pablos, sin olvidar radiografías tan elocuentes como Los herederos, de Jorge Hernández Aldana, o Los muertos, de Santiago Mohar Volkow. En muchas realizaciones el realismo era la nota dominante, así como el señalamiento frontal de las lacras de una corrupción generalizada.
En la selección de este año –dispareja en el terreno de la ficción; un poco más sólida en el documental–, el cine mexicano acusa un vuelco novedoso: el tránsito de un crudo realismo social al manejo arriesgado de elementos fantásticos en la exploración y dislocación de los géneros tradicionales. Pareciera que el creciente cuestionamiento, tanto en Norteamérica como en Europa, de la corrección política, tanto en el lenguaje como en las costumbres, comienza a hacer mella en las expresiones de algunos de nuestros cineastas. Y que una parte del público, hastiada ya de las narrativas y tratamientos convencionales, empieza a responder favorablemente a expresiones artísticas marcadas por la incorrección moral y la desmesura. Esto fue evidente en la recepción entusiasta de espectadores juveniles a las propuestas nacionales más perturbadoras del festival de Morelia.
A reserva de ahondar en cada título en el momento de su estreno, cabe destacar el fuerte impacto que tuvo la exploración de lo fantástico y la fuerte carga metafórica en cintas como Las tinieblas, de Daniel Castro Zimbrón; Tenemos la carne, de Emiliano Rocha Minter, y La región salvaje, de Amat Escalante. Las tres películas incursionaron en territorios muy oscuros de nuestra realidad social para exhibir, a través de su bestiario fantástico, un ámbito rural represivo como al que alude Escalante y ese inframundo dantesco que en Tenemos la carne semeja ser su exacerbación límite. A esas dos regiones salvajes se añade el misterioso bosque de Las tinieblas, donde ronda el mal para intentar destruir los últimos rastros de generosidad moral y entendimiento humanista.
Las atmósferas turbias presiden los acercamientos críticos de estos cineastas jóvenes, quienes con todos los excesos y audacias en sus guiones, y sus indiscutibles logros formales, refrendan la poca paciencia que tienen los nuevos públicos ante el lenguaje monótono y gastado de tantas otras cintas mexicanas incapaces de reflejar, en moldes narrativos tradicionales, una realidad política y social cada día más escandalosa y compleja. Morelia ha sido así una excelente vitrina de esa enorme insatisfacción y de sus interpretaciones artísticas más certeras.
Twitter: @Carlos.Bonfil1
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